Wednesday, August 22, 2007

EL LUGAREÑO QUE VIO Y VIVIO UN MILAGRO

Esto sucedió mas o menos cincuenta años atrás, cuando yo estudiaba aquí en Santiago (perdón me equivoqué, lo correcto es, iba al colegio) creo que había terminado las humanidades y me encontraba en un periodo de transición, o sea de vagoneta. Estaba de allegado junto a mis primos Iraguen y Galaz, con los cuales hacía un lindo grupo de cinco y vivíamos en casa de la familia Letelier Bobadilla, aquí, cerquita de mi actual residencia en San Bernardo.
Con la primera familia de mis primos o sea Iraguen vivía (en Licantén) un hermano de mi querido padre biológico Peyuco, llamado Octavio Toledo Fuenzalida el menor del clan quién se desempeñaba como primer oficial del juzgado del crimen del pueblo, cuyo jefe era mi padrino Augusto Satelices. Octavio era un excelente bebedor, tanto es que el tiempo le pasó la cuenta en consideración al vicio que lo aquejaba y aconsejado por los médicos tratantes, en una de sus últimas pataletas, juró no volver a tomar. No se cuanto duró este esfuerzo pero por lo menos mas de dos años .
Cierto día se le oyó decir que cuando se recibiera el Pollo, sobrenombre que llevaba Jaime Iraguen uno de los protagonistas de esta historia a quién Octavio o Taguito como lo llamaremos de aquí en adelante le financiaba los estudios, volvería a las correrías de antes, lo cual lo cumplió al pié de la letra y al día siguiente de la licenciatura del Pollo, nuevamente se lanzó a la vida. Este es el preámbulo de la vivencia que empiezo a relatarle en este momento.
Cierto día Sábado encontrándose los moldes en la plaza de Armas de San Bernardo, punto de reunión ( en esos años) de la lolería los fines de semana, se acercó a nosotros un muchacho que era hijo de la empleada de la casa de los Letelier Bobadilla (en adelante casa de Colón) quién portaba un telegrama y se lo extendió a Mario, el mayor de los Iraguen. Lo leyó sólo y nos miró. Su cara lo decía todo. Taguito había partido esa madrugada en un viaje sin regreso en busca de nuevos caldos y horizontes en un lugar hasta ese entonces para él desconocido. La pelea del Señor de arriba y el señor de abajo tiene que haber sido encarnizada para recibir de pensionista a este no muy santo caballero.
La decisión fue unánime: partir esa misma noche. Dicho y echo, a las 21 horas estábamos abordando la camioneta de Mario, una rica maquina Chevrolet 51, distribuidos de la siguiente manera: tres adelante y dos en la tolva, por supuesto a mi me tocó en la segunda parte, acompañado de Pelayo Galaz .El viaje en sí fue una mierda, pleno mes de julio, donde el frío calaba hasta los huesos. Con ropa no adecuada y para mas recacha cagados de hambre ya que la disponibilidad de finanzas en esos tiempos eran escasas, pero pecho al frío, sólo sea por Taguito, moríamos en la rueda y vamos caminando.
A medida que avanzábamos el penetro se hacía mas intenso, casi inaguantable pero no había otra alternativa que seguir en la huella y continuar. Por fin de repente divisamos las luces del primer objetivo, Curico. La alegría se notó en nuestros rostros que ya estaban desfigurados con la heladita que nos íbamos mamando. Una vez detenido el vehículo se bajaron primero los de la cabina y nos invitaron a Pelayo y a mi para estirar las piernas, pero al no escuchar respuesta se dieron cuenta en las condiciones que nos encontrábamos, que sólo por nuestra juventud y estado atlético nos pudimos poner de pié y empezar a caminar primero, y luego de haber agarrado un poquito de temperatura a trotar. El lugar en donde nos detuvimos fue en las pompas fúnebres Galdamez, de donde sacaron un ataúd que lo subieron a la camioneta ya que era para el difunto. Allí también se agregó al grupo un hermano de los Iraguen, llamado Héctor y apodado Tito, (que en paz descanse) y que por ser el mayor del grupo le tocó cabina, por lo tanto el Pollo cagando para atrás, completando seis pasajeros, (tres adelante y tres atrás), mas un pijama de madera, lo que fue hacía mucho mas incomoda nuestra situación.
Una vez acomodados partimos rumbo a Licantén, por un camino endiablado, de ripio y lleno de hoyos, pero lo peor seguía siendo el intenso frío. No habíamos andado cinco minutos cuando le pegué la primera mirada al cajón que por primera vez en mi vida no lo encontré tan feo y deprimente; la segunda fue casi con cariño ya que veía una solución a lo que me estaba martirizando en ese momento, el penetrante penetro; la tercera mirada fue ya con intención y acción. Me paré como pude afirmándome en lo que podía, corrí la tapa y me calé adentro. No quede cómodo inmediatamente ya que el finado era chiquito y mis rodillas no entraban del todo bien, pero haciendo algunos movimientos de acomodo lograron quedar a nivel. Mi pensamiento fue uno sólo: la recordada señora Luspirula que cuando falleció, por el hecho que don Alejandro Moraga, prestigiado mueblista del pueblo, le dejó el ataúd corto, y como ella murió en posición fetal por lo viejita y no pudiendo hacer ajustar la tapa, Moraga le agarró a martillazos las rodillas hasta hacerla coincidir y poder clavar. (Pobre vieja).
Siguiendo con el tema, la posición de mirar las estrellas no servía, así que como pude le calcé la tapa a mi cama. La figura cambió radicalmente tanto es así que al poco andar tuve que abrir un poquito para ventilar el dormitorio ya que con tanto movimiento y esfuerzo el organismo había reaccionado desfavorablemente y emanaba algunos gases tóxicos y no precisamente con olor a rosa, sino que mas bien a carburo. Una vez cumplido el objetivo, nuevamente a tu cueva Coipo. De repente el móvil se detuvo y se entabló una conversación entre el conductor y alguien que no logré identificar pero según supe después fue con carabineros de Rauco, lugar que todos ustedes conocen y solicitaban si podíamos llevar a un lugareño para el pueblo de La Huerta. La negociación fue positiva, (especificándole que no iría solo ya que atrás iban tres), porque inmediatamente sentí a alguien que se encaramó a la tolva y enseguida reanudamos el viaje.
Cuando íbamos a la altura de Palquibudis (tierra de empanadas) mi cabina necesitó nuevamente ventilación, por lo que presioné la tapa hacia arriba pero estaba muy pesada. Lo hice mas fuerte y nada y como me entró la desesperación apliqué toda mi fuerza a la cual cedió y el pasajero que estaba sentado sobre ella al verme aparecer me miró horrorizado y se mandó un salto con un pequeño grito como si estuviera tirándose un piquero en la piscina, cayendo de cabeza en las matas de mora que hay a orilla de camino; con el alboroto la camioneta avanzó como cincuenta metros antes de parar al oír los gritos, y de inmediato pedimos al conductor que pusiera marcha atrás para ir a recoger a nuestro asustado pasajero. Retrocedimos como una cuadra pero nuestro recomendado no apareció por ninguna parte hasta el día de hoy. Después de conversar y explicar lo acontecido seguimos nuestro viaje, por supuesto, sin lugareño, y por una MIA acordaron no permitirme volver a mi flamante dormitorio y así llegamos a nuestro querido pueblo de Licantén a altas horas de la madrugada, incorporándonos al velorio y al otro día al funeral. Colorín colorado este cuento ha terminado.
Cariñosamente Mito.
Una pequeña reflexión. Se imaginan cual sería el comentario de ese lugareño ante sus pares, del muerto que vio resucitar con sus propios ojos y levantarse de adentro de su cajón en el cual haría su último viaje con destino desconocido pero sin pasaje de regreso?.

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